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domingo, 3 de octubre de 2010

Alfredo Vanin


VIVIENTES

El viento pasa con guitarras ahorcadas
y despierta los gladios de la noche
entre hombres invictos que arrojaron los bares
Antes del último disparo

*****

AL FILO DE MÍ MISMO

Eres afortunada como esquina
de juegos incendiarios
inventas en mi rostro
las marcas invisibles de la dicha
para que bese tu olvidado pelo.


*****

SONIDO BESTIAL


Buscaba el sucedáneo del tiempo
la ardiente calle y su morada viva
trepidando en la fiesta y en la espalda.
El ánimo ardía en oleadas
el piano navegaba en ardua fuga
mordiendo el santo incinerado
con paciencia de rostro que se ahogaba
tan solo por timbales y staccatos.
Alerta a su manera dueño de un verde ajeno
sin volver el perfil de las viñetas
náufragas de ese viento
y una finta en la voz credo del diablo
yendo de espaldas esta vez y siempre
a las fauces del lobo como extraño
polvo de madreperlas
de tumbo en tumbo y a la nueva era
engasta sus arpegios
en este dejo de trombón herido
que llevo en el costado.

*****


LOS RÍOS


Tu pelo con sus ríos de barro
nos acerca a la edad de los trompos
y las canoas mutiladas.
Ancianos que lloraron su guerra
anterior a ese río
deslumbrante
roto en el cauce
de la cruz del sur
soñando con las altas mujeres
que tenían tu edad cuando la ola.


*****

LOS TRÁNSITOS

La calle inventa con Eduardo
la gloria del verano remoto
la hendija desmenuza los rostros
canoas singlando frente a mí
Milena el rostro que provoca
la cadencia de un mar de cascabeles
pasarán las esquinas
el río inevitable de Alfredo
y transitar será obra de vivientes.

*****

CRÓNICA

la sangre es el océano de fuego
que hunde las memorias
en plena tregua
al borde de la pesadilla
la huella se ensangrienta.

*****

PRIMERA INSTANCIA
Lo que nos espera en las terribles incitaciones
un largo día en los torreones
y estallarán bocas de gónfila
el vaho ascenderá con anunciadas suspicacias
y el antro será dado en subasta, la gruta
hirviente dédalo de muertos.


*****

LA BÚSQUEDA

Dejarás atrás muy atrás para ser ignorados
el pánico de los renovados desastres
los espejismos que duplican la muerte
hasta que lleguen con sus garras de invierno
los ríos de la fábula
y sientas que cruzan por tu piel los faunos
que se creían derrotados
porque no muere el viejo cimarrón
de la lluvia.


*****

ÉLIDA

Nos sobreviven
Élida
nos dejaron sin tiempo para desandar
los golfos de la mala fortuna.
perseguíamos cangrejos de mar
los cuerpos desnudos se abandonaban
sobre los troncos salpicados.
Aún el guardafaros sale de madrugada
al canal de san pedro
él que era tu padre
pero no envejeció.
Y el desconcierto es tu manera
de asediarme
de quebrantarme contra las escolleras
de dejarme entre redes de anémonas
y rayas submarinas y tú
no sobrevives.

*****


OPORTUNIDAD PARA UN CONDENADO A MUERTE

En breve seré nadie, como Ulises (Borges)

Vio el resplandor del crepúsculo contra las casas y los árboles de la orilla opuesta, y el joven del tambor -en la casa de balcones clausurados, remedando las olvidadas faenas de su padre, el pregonero de los bandos- inició el primer toque. Empezó a ahogarse en algo que era como un desdén anticipado, sabiendo que debería apresurarse, reconcentrar ese río huyente que se desataba ahora entre su incredulidad y la certeza de que no alcanzaría a escuchar el tercer toque porque en algún momento desaparecerían las casas y las personas que las habitaban, y se perderían también los árboles y la mañana en que amó a Ofelia Cundumí y se peleó con Antístenes Vallejo.


Se hundió en el banco de madera y encendió una cerilla para dar lumbre al cigarrillo que sostenía distraídamente en la boca. A su alrededor, la gente se ocupaba en los ritos del fm de semana sin lluvias. Por primera vez esas esquinas le parecían ajenas. Por primera vez había abandonado a los amigos una tarde de fin de semana.


Por primera vez también se había sentado a esperar las siete de la noche, hora en la que había nacido, según su madre Irma, a quien le hubiera gustado -eran sus palabras- borrar la fecha de nacimiento de su único hijo, porque ese día había parido al peor ingrato, un desmadrado que se olvidaba de ella cuando se iba a recorrer esas orillas o el ancho mundo.


No faltaron los sobresaltos, las miserables treguas. En el primer momento de esa cadena que concluía, ahora dominaba en un sueño las ruinas de una casona de madera del pasado siglo, en la que alguno de sus antepasados pudo haber habitado, como esclavo o liberto. En el centro, una hoguera ardía sin consumirse. Se encontraba desnudo alrededor de una muchedumbre apacible que lo toleraba. Entonces, el coro congregado en alguno de los que fueron los corredores de la casa, entonó unos acordes en los que Sergio distinguió el jadeo de las fieras acorraladas. Después de entonar tres cánticos interminables, la muchedumbre -uniforme en atuendos y siluetas- se dispersó y esta vez Sergio fue rodeado por las llamas que crecían y amenazaban devorarlo. Despertó sudoroso, con las palpitaciones visibles en cada centímetro de su piel mulata. Pero las preocupaciones le abandonaron pronto: todo había sido un sueño y los sueños no siempre se cumplían como eran, tal como lo había escuchado decir por boca de entendidos en materia de espíritus.


El sobresalto llegó de nuevo ahora, con ese tambor que remedaba frases parecidas al regurgitar del agua y al jadeo de las fieras, como si el joven aprendiz del tambor hubiera recibido en unas horas toda la sabiduría de su antepasado Eloy Perea. Era muy tarde para despedirse de sus pocos amigos, muy tarde para levantarse e incendiar al menos la casa en la que había nacido, en la que habían muerto sus padres y en la que había defendido su soltería contra toda asechanza. La dureza del banco en el que estaba sentado de espaldas a su casa, era incompatible con cualquier sueño. Al frente, el río seguía corriendo hacia la desembocadura, con sus flujos y reflujos. Agradeció el hormigueo que le invadió todo el cuerpo, a la par con una presentida parálisis que sabía lo dejaría sembrado en el banco hasta la agonía. Secretamente conoció los minutos que le restaban de vida, pero también revivió en su memoria todos sus días pasados, los más sublimes y los más infames. Todo lo que había significado nacer y vivir en un pueblo como Concepción de Amagua.


No podía elegir. El hilo de la memoria se le impuso y vio en la oscuridad de los días un embrión sin nombre que crecía en medio de pantanos de sangre, selvas de invisibles cabellos, guerras de envolventes ácidos. Eso crecía dividiéndose sin que pudiera detenerlo, porque tampoco se detendría la mano que golpeaba el tambor ni el resplandor del crepúsculo. El feto crecía en medio de un mar salado y fue testigo de las inmensurables energías empleadas en convertirlo en primate: las mismas que utilizó el universo para encender cualquier estrella. Luego, fuerzas contrarias lo arrastraron de cabeza por un túnel que se dilataba a su paso, arrojándolo ciego en manos de una sosegada anciana de nombre Rosalía Playoneros. Abrió los ojos y los pulmones a ese aire ofensivo y se sintió despojado de un albergue en el que la vida había transcurrido con placidez.


No logró perder detalle alguno, ni siquiera la primera vez que se miró a un espejo. Siguió el rastro del tiempo como la estela sigue al buque y se vio en la torpeza de su infancia, destruyendo los objetos que llegaban a sus manos, desafiando el río en embarcaciones que hacía hundir a su antojo.


Tuvo juegos de perdulario. Prefería los que involucraban carreras desbocadas y destrezas para eludir a los perseguidores, quizá herencia inconsciente de tatarabuelos cimarrones. Contempló miles de veces el árbol de nato cargado con pájaros ariscos, hasta cuando lo derribaron para continuar la calle. Sintió de nuevo el escozor de las camisas de estreno, cada año. Se vio otra vez en sus correrías en busca de nidos de pájaros, con los pantalones estropeados y la consecuente retahíla coronada por los correazos. Revió rostros descoloridos, caras muertas hacía mucho tiempo. Vivió de nuevo la primera tragedia del amor y el poder cuando abofeteó a la niña que no quiso sentarse junto a él en los guayacanes abandonados en el patio de la Escuela Misional. Entendió al fin porque su padre no le había llevado a presenciar el sacrificio de los cerdos que él mismo había ayudado a alimentar: la visión de un asesinato le habría resultado entonces demasiado escabrosa. Salió con el canasto de panes sobre la cabeza y la voz alta para el pregón de todos los sábados después del mediodía. Revivió los paseos dominicales -con las grandes botas de su padre o a veces descalzo- al aeropuerto que habían comenzado a construir desde que tenía memoria y donde por puro orgullo había resistido el ataque de las avispas cajón de toro, trepado en el árbol de uvas silvestres, para demostrarles a sus compañeros de juegos -como todos debían demostrado de alguna manera- que él también era un hombre. Fue luego de ese incidente cuando murió su primer amigo: Luís Ernesto, con el que había compartido aventuras, peleas y rabietas, tanto que al agonizar de tifo gritaba su nombre entre el delirio de la fiebre.


De la Tierra, él era el antípoda de un niño diligente en sus tareas, respetuoso de los mayores, paciente con los padres y ancianos, caballeroso con las mujeres, que nunca se hurgaba las narices en los desfiles de gala ni en las misas cantadas del señor Obispo. Las sotanas de los frailes -sus preceptores- le volvieron a parecer demasiado calurosas e incómodas como para guardarse en ellas todo el día, aunque la profesora Juana Andrade dijera siempre que los sacerdotes y las monjas al arribar a cierto grado de santidad, se convertían en cuerpos semigloriosos y hasta podían prescindir del alimento y de los sanitarios.


También había escuchado narrar a la maestra y papisa Juana los acontecimientos del padre Mera, santo sacerdote que había pasado por ese pueblo en tiempos en que el Diablo quería tomárselo, pero no había previsto la astucia y santidad del padre Mera que lo había desterrado a latigazos, caminando una cuarta por encima del suelo. Le encantó saber cómo un genovés lunático había descubierto América, navegando en carabelas tan frágiles como cáscaras de huevo, que Cristo había resucitado al tercer día y nosotros resucitaríamos también después del Juicio. Sus antepasados -le dijeron- habían venido desde un continente de cataratas y jirafas, hacinados en fétidas bodegas, pero habían sufrido cruzamientos con conquistadores que nos dieron la lengua, la religión y las pestes... Siguió el rastro de su memoria y se encontró con episodios intraducibles o cuya ejecución la había atribuido siempre a otros y aparecían ahora a su costa, con su alegría o su furia entibiadas por el tiempo.


Le quedaban apenas diez minutos para llegar a los treinta años y ya el temblor era perceptible en su cuerpo. Poseyó a la primera mujer en medio de los arbustos del potrero, apartados de la procesión de aguinaldo en la madrugada y tuvo que apagar en la boca de Genith el grito que le provocó el hierro candente que la penetraba por primera vez. Apuró el acto, para responderse tantas preguntas hechas entre amigos en las veladas en las que se habían prometido gozar de los mismos deleites narrados en voz alta por los experimentados, para envidia de los que todavía se masturbaban bajo matas de plátano.


Presenció de nuevo los asesinatos. Los filosos machetes se cruzaron y de un cuello brotó la sangre a borbotones. Años después, el revólver de un policía retumbó en la madrugada y él fue de los primeros curiosos en llegar a contemplar con repulsión los sesos desparramados y el cuerpo ensangrentado de la víctima. Quiso decir ahora: "Protejan al hombre porque se va exterminar por sus propias manos", pero no pudo porque habría perdido muchos años y él era un sentenciado a muerte con la más grande oportunidad concedida a hombre alguno en cualquier época.


Escuchó hablar de las guerras. Sus maestros habían usado tanta vehemencia para describirlas y ensalzar a los héroes, que creyó haber nacido tarde, cuando ya todo lo grande y lo monstruoso se habían sucedido. Era todavía adolescente cuando los nazis declararon la guerra en Europa, pero había ganado los pantalones largos, cuando estalló la bomba en Hiroshima y cuando los primeros cadáveres de la gran Violencia empezaron a descender por los ríos de su propio país al otro lado de la cordillera.


Para entonces las noticias se escuchaban colectivamente en los grandes radios que llegaron a las casas mayores del pueblo. Escuchó de ametrallamientos y ejecuciones masivas en una guerra que transcurrió muy lejos, y supo de bombas que exterminaban arrozales y desprendían la piel. Pero supo también del coraje de unos amarillos que se defendieron con palos y trampas de sus invasores gringos. Llegó por momentos a creer, incluso cuando el supuesto primer hombre pisó la Luna, que todas las noticias eran ilusorias.


No haría nada distinto a perseguir el extremo de ese hilo que lo llevaba hacia la muerte. Y menos ahora cuando acababa de sonar el segundo toque del tambor, invisible para él, oculto entre los balcones enmalezados de una casa cercana y deshabitada por la migración de sus dueños, convertida momentáneamente en refugio de juegos de un jovenzuelo que nada sabía de su drama.


Anduvo en fiestas interminables de marimba y aguardiente casero y luego en las de fonógrafos que se fueron modernizando hasta ser irreconocibles en su origen. Se peleó en broncas de puño libre y amó las correrías por los pueblos de las que regresaba siempre con la historia de una pendencia o de una novia.


Los diarios llegaban con retraso en los primeros hidroaviones. En ellos encontró rostros de actrices a las que deseó en las noches calurosas de sus viajes, junto con otras inalcanzables de nombres nilóticos o medievales que conoció en los textos del colegio y quienes le borraban por momentos a las mujeres que transitaban en carne y hueso por las calles de piedras menudas de su pueblo, algunas compañeras fugaces en cuartos de celestinas y luego en su propio cuarto cuando murieron sus padres (primero él y por último ella), de enfermedades lentas.


Volvió a verse en la iglesia, en las filas tediosas de los años de colegio, en medio de latines que aprendió de memoria. Dejó el plantel en el tercero de secundaria y buscó refugio como aprendiz de mecánica en el taller de Biche Biche. Enterró a sus padres, vio marchar a muchos parientes y se quedó solo en la vieja casa sin que le preocupara la idea de casarse: "Tontería de hombres aburridos", decía.


No fue él quien robó el almacén de la Parroquia, aunque todo el mundo siguiese creyéndolo. Alguien seguramente lo vio pasar en la madrugada del robo y lanzó la especie de que sólo un descreído como él podía haber cometido el sacrilegio de sustraer medallas, escapularios, veladoras, candelabros de plata y otros objetos benditos para venderlos por allí o quizá para utilizados en ritos del Diablo. Cometió infamias, destrozó corazones, viajó para confundirse a sí mismo, vivió al vaivén de cada día, contentó a sus padres con mentiras piadosas cada vez que los enfadaba con sus despropósitos, renunció a muchos sueños a cambio de quedarse en su pueblo, estrenó zapatos de segunda mano, se acostó con mujeres bajo falsas promesas, fue trabajador impuntual, renegó de sus amigos, le gustó acostarse tarde, se emborrachó tantas veces como pudo, obligó al único homosexual de entonces a penitencias aberrantes, envenenó perros, trasegó con indígenas a los que engañó con baratijas, no tuvo piedad con los ancianos, fue inmune a la ternura, pero nunca robó.


Sintió el calor del cigarrillo en los dedos. Las casas comenzaron a perder resplandor. Albergó la esperanza de despertar otra madrugada con los ojos desorbitados en la oscuridad. Pero sentía ya lo inevitable. Era mejor seguir cada segundo de su vida, ser cómplice de esa oportunidad que a nadie le había sido concedida, ser aliado de la nueva pesadilla que ya no lo despertaría sudoroso.


Era él otra vez, con sus veintiocho años de viaje por ríos correntosos, pegado a los motores de popa, cruzando bocanas en las que el aire se agravaba con el barro de las marismas. En algún caserío, bautizado con el nombre de un santo alegre y descuidado, le enseñó por primera y última vez a una mujer su mayor secreto: el número de los lunares de su piel. Por esos días llegó al pueblo un hombre anciano con cara de profeta negro, barbado y canoso hasta la saciedad, con los ojos brillantes de los predestinados, a curar con barro los males de la vida. Comandados por él, varios amigos lo hicieron devolverse a su tierra interiorana, embarcándolo semidesnudo en el primer barco que zarpó hacia el Puerto de la Buenaventura. El temblor de su cuerpo se convirtió en un estertor invencible. Siguió el último rastro. Pasó por el momento de sacar el banco y escuchar el primer toque y encender el cigarrillo. Revivió el sueño y uno a uno todos los eslabones de la cadena que recomenzaba y entonces creyó que su muerte era imposible porque cada instante se repetía en otro y la cadena se hacía interminable.


Sonó el tercer toque y Sergio reconoció los gritos de la danza, el regurgitar del agua y de nuevo el jadeo de las fieras acorraladas. Se borró el crepúsculo ribereño y por una brusca sacudida supo que había cumplido treinta años, supo que era muy tarde para festejar con sus amigos. Entendió finalmente que el mundo no era ilusorio. Se dobló sin fatiga.

El poeta, etnólogo y escritor Alfredo Vanín nace a orillas del río Saija, cerca de Guapi, en 1950. A los catorce años de edad mostró sus dotes poéticos con la escritura de una poesía que él mismo llama amorosa, y que fue recogida en su primer libro de poemas titulado Alegando que Vivo en 1967. El maravilloso entorno de su infancia va plagar toda su obra de una complicada cosmovisión entre afro-descendiente, hispánico e indígena que aparece en sus poemas trenzada como en un laberinto. El estudio de la literatura y la antropología le va a aportar a su bagaje la mitología griega, y la encontraremos en gran parte de su obra creativa siempre en referencia al mar. Entre historias de tundas y sirenas, de antepasados aherrojados y de buscadores de oro y de esperanzas que corresponden a símbolos de esas diferentes culturas, Alfredo Vanín reconstruye el Pacífico Colombiano. En sus poemarios, la naturaleza, el mar, los golfos, los acantilados, los arrecifes, el mangle se convierten en vehículos metafóricos del erotismo y de esa poderosa voluntad de rebeldía y confrontación constante con el statu quo que puede verse mucho mejor reflejada en sus novelas. La obra de Alfredo Vanín puede leerse como un diálogo de culturas muy diversas que han convergido y se han trenzado y han fundado un nuevo universo amalgamado, capaz de dar cuenta de una realidad mucho más compleja, es decir, mucha más heterogénea.


En la literatura del Valle del Cauca, hacía falta un escritor que hiciera relatos sobre la vida de Buenaventura, capital del Pacífico Colombiano. Su obra narrativa es urbana, y está claramente relacionada con Virginia Wolf, James Joyce y Marcel Proust. La memoria es la motivación principal de cada una de las dos obras, y en su aún muy reciente novela, la memoria se configura en el tropo que da estructura a la narración. En Los Restos del Vellcino de Oro (2008) el narrador busca por las calles angostas, maltrechas y oscuras de la periferia de su ciudad al último de un linaje de rebeldes que había conseguido no doblegarse ante la presión del Estado; busca en los lugares invisibles la última pieza viva del rompecabezas de su génesis, cuando la rebeldía los había unido. Ésa búsqueda por la ciudad desencadena también un recorrido por los callejones de sus recuerdos, minas que se encuentran de repente con la realidad y le hacen avanzar en su peripecia, hasta que ésa singladura improvisada lo lleva, al fin, al lugar del encuentro con el fugitivo Santiago. Santiago ha huido por años de los asesinos del Estado y ahora, acorralado, está a punto de salir para siempre de Buenaventura. Su lucha por la justicia social, que es al fin y al cabo parte de la lucha por la libertad, se había convertido en los últimos años en su propia cárcel, aislado, disfrazándose de él mismo para que los asesinos no lo encontraran, y ya se estaba ahogando. El deseo de conservar esa memoria con vida no es un artificio literario, sino que es parte de la concepción histórica de una cultura, para quienes las prácticas orales no son simple "tradición popular", son el registro de sus experiencias colectivas en un lenguaje que les es propio.


Aparte de la cepa cultural del pacífico, Alfredo Vanín habla del cimarronaje y lo actualiza. En Los Resto... la lucha por la libertad se refleja incluso en el erotismo de Telma y el narrador, quienes trazan recorridos urbanos e improvisan encuentros en las encrucijadas de su ciudad. Los dos buscan encontrarse en libertad con el otro, sin singladuras, sin planes preestablecidos, para no traicionar los más profundos anhelos que desde niños han cultivado. La historia de Buenaventura ha sido una historia de infamias ignoradas por el resto del país. Sus calles hierven de luchas clandestinas que son sofocadas por las oscuras fuerzas que ahí anidan. Cómo no sospechar que el puerto colombiano más importante del pacífico se esté hundiendo en sangre. Por fin, un escritor introduce a Buenaventura en el ámbito literario e intenta contar lo que nadie antes ha contado, lo que en todos los demás medios se ignora o se calla. En su poesía, el erotismo también ocupa un lugar determinante, y está atravesado por esa fuerza indestructible de la libertad, que él se encarga de exaltar como un asunto épico.


Su obra lírica está atravesada por la idea de César Vallejo de encontrar un lenguaje poético propio. Es por ello que de ella, y del resto de su obra, no se puede hablar en términos de oralidad pura, por ejemplo, sino de una amalgama pesada y medida minuciosamente por él, y que dio por fin a luz en 1990 con su poemario Cimarrón en la lluvia, la cual es para el autor la obra que revela su arte poética. En Islario (1998), Desarbolados (2004) y Jornadas del Tahúr (2005) revela una nueva dimensión del hombre, apoyándose en ángulos más universales, tales como los relatos míticos recurrentes en diversas culturas de todo el globo, o que son compartidas por el fenómeno de sincretismo, característico de la zona pacífica de Colombia. Cimarrón en la Lluvia ha sido estudiada por Stella Vidal, quien ha dicho que se trata de una poesía sin anécdota. Alfredo Vanín ha sido también invitado en dos ocasiones al Festival de Poesía de Medellín, en 1999 y en 2001.


Como etnólogo, es considerado por muchos como el más apasionado y comprometido representante de la causa afro-colombiana del pacífico. En torno a este tema ha elaborado en compañía de otros grandes investigadores cuatro obras de etnología. El primero con Álvaro Pedrasa, "La vertiente afro-pacífico de la tradición oral" (1986); el segundo con Nina de Friedemann, "La magia y leyenda en el chocó" (1995), el tercero y el cuarto son dos recopilaciones de relatos orales llamados "El príncipe Tulicio" (1986) y "Relatos de mar y selva" (1993). Cabe destacar que estos trabajos le han merecido la atención de investigadores internacionales y ha sido invitado al Festival del Imaginario, Casa de la Cultura del Mundo, en Francia durante el 2008 y la Feria del Libro de Guadalajara en 2007, en que leyó su texto de prosa poética "Ariadna" (este texto puede leerse aquí en el CVI). Entre el 2002 y el 2006, Alfredo estuvo dedicado a desempolvar los documentos de sus trabajos con CINARA (Instituto de Investigación y Desarrollo en Abastecimiento de Agua, Saneamiento Ambiental y conservación del recurso Hídrico), con quienes ha trabajado directamente en varias comunidades marginales de toda índole, en proyectos de conservación de la biodiversidad o de organización comunitaria con el fin de escribir dos guiones documentales sobre los resultados a largo plazo de estos trabajos. Los dos fueron presentados en México y Estocolmo. Este trabajo ha sido parte de su vida siempre, pues desde el comienzo se dio cuenta de la indiferencia con que los gobiernos colombianos han mirado a la mayoría de poblaciones campesinas y étnicas.
Alfredo Vanín vive actualmente en Cali.


Un saludo...Gracias por entrar en este nuestro taller