lunes, 6 de diciembre de 2010

Elizabeth Bishop


El Hombre Polilla



Aquí arriba



las grietas de los edificios se rellenan con pasta de luz de



luna.



Toda la sombra del hombre es sólo tan grande como su



sombrero.



Yace a sus pies como un pedestal circular para una



muñeca



Y él es un alfiler invertido con la punta magnetizada



hacia la luna.



Él no ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,



y siente la extraña luz sobre sus manos, ni cálida ni fría,



de una temperatura imposible de registrar en los



termómetros.



Pero cuando el Hombre Polilla



hace sus raras aunque ocasionales visitas a la superficie,



la luna parece muy distinta. Él emerge



desde una abertura bajo el borde de una de las aceras



y nervioso comienza a escalar las caras de los edificios.



Piensa que la luna es un agujerito en lo alto del cielo,



lo que demuestra que el cielo resulta inútil como



protección.



Tiembla, pero debe investigar hasta dónde puede escalar.



Por las fachadas,



arrastra tras de sí su sombra como un trapo de fotógrafo,



sube con miedo, pensando que esta vez conseguirá



meter su pequeña cabeza en esa abertura redonda y limpia



y ser arrastrado a través de ella como por un tubo en



volutas negras contra la luz.



( El hombre, parado debajo de él, no se hace esas ilusiones.)



Pero el Hombre Polilla debe hacer lo que más teme,



aunque,



claro, fracase, y caiga asustado pero sin lastimarse apenas.



Entonces vuelve



a los pálidos subterráneos de cemento a los que llama



casa. Revolotea,



se agita, y no puede montarse en los trenes silenciosos



con la celeridad que le convendría. Las puertas se cierran



rápidamente.



El hombre polilla siempre se sienta en sentido contrario



y el tren arranca de inmediato, a toda velocidad,



sin cambiar de marchas ni moverse gradualmente.



No puede calcular la velocidad a la que viaja hacia atrás.



Cada noche debe



Ser transportado a través de túneles artificiales y tener



sueños recurrentes.



Así como las traviesas se repiten bajo su tren, éstas subyacen



en su precipitado cerebro. No se atreve a mirar por la ventana,



porque el tercer raíl, la intacta corriente de veneno,



corre ahí a su lado. La mira como a una enfermedad



cuya susceptibilidad ha heredado. Tiene que llevar



las manos en los bolsillos, como otros deben llevar mitones.



Si lo atrapas,



Ilumínale los ojos con una linterna. Es todo pupila negra,



una noche entera en sí misma, cuyo horizonte de pelos se



contrae



cuando él devuelve la mirada y cierra los ojos. Luego, de



sus párpados



cae una lágrima, su única posesión, como aguijón de abeja.



Furtivamente la toma en su palma, y cuando no prestes



atención



se la tragará. Sin embargo, si miras, la entregará,



fresca como surgida de fuentes subterráneas y tan pura



como para ser bebida.




Un saludo...Gracias por entrar en este nuestro taller

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