Escucha Escucha Escucha
la voz de los hoteles,
de los cuartos aún sin arreglar,
los diálogos en los oscuros pasillos que adorna una raída alfombra escarlata,
por donde se apresuran los sirvientes que salen al amanecer como espantados murciélagos
Escucha Escucha Escucha
los murmullos en la escalera; las voces que vienen de la cocina,
donde se fragua un agrio olor a comida, que muy pronto estará en todas partes,
el ronroneo de los ascensores
Escucha Escucha Escucha
a la hermosa inquilina del "204" que despereza sus miembros
y se queja y extiende su viuda desnudez sobre la cama. De su cuerpo
sale un vaho tibio de campo recién llovido.
¡Ay qué tránsito el de sus noches trem0lantes como las banderas en los estadios!
Escucha Escucha Escucha
el agua que gotea en los lavatorios, en las gradas que invade un resbaloso y maloliente verdín.
Nada hay sino una sombra, una tibia y espesa sombra que todo lo cubre.
Sobre esas losas -cuando el mediodía siembre de monedas el mugriento piso-
su cuerpo inmenso y blanco sabrá moverse dócil para las lides del tálamo y conocedor
de los más variados caminos. El agua lavará la impureza y renovará las fuentes del deseo.
Escucha Escucha Escucha
la incansable viajera, ella abre las ventanas y aspira el aire queviene de la calle. Un desocupado
la silba desde la acera del frente y ella estremece sus flancos en respuesta al incógnito llamado.
II
De la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo a los orinales
de los orinales al río
del río a las amargas algas
de las algas amargas a la ortiga
de la ortiga al granizo,
del granizo al terciopelo
del terciopelo al hotel
Escucha Escucha Escucha
la oración matinal de la inquilina
su grito que recorre los pasillos
y despierta despavoridos a los durmientes,
el grito del "204"
¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!
De "Los elementos del desastre"
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A Casimiro Eiger
I
En las ciudades que conocen su nombre y el felpudo golpe de su caballo
lo llaman arcángel de los trenes,
sostenedor de escaños en los parques,
furia de los sauces.
Rompe la niebla de su poder —la espesa bruma de su fama de hombre rabioso y rico en deseos—
el filo de su sable comido de orín y soledad, de su sable sin brillo y humillado en los zaguanes.
Los dorados adornos de su dolmán rojo cadmio, alegran el polvo del camino por donde transitan carretas y mulos hechizados.
¡Oh la gracia fresca de sus espuelas de plata que rasgan la piel centenaria del caballo
como el pico luminoso de un buitre de sabios ademanes!
Fina sonrisa del húsar que oculta la luna con su pardo morrión y se baña la cara en las acequias.
Brilla su sonrisa en el agua que golpea las piedras del río,
las enormes piedras en donde lloró su madre noches de abandono.
Basta la trama de celestes venas que se evidencia en sus manos y que cerca su profundo ombligo para llenar este canto,
para darle la gota de sabiduría que merece.
Memoria del húsar trenzada en calurosos mediodías cuando la plaza se abandona a una invasión de sol y moscas metálicas.
Gloria del húsar disuelta en alcoholes de interminable aroma.
Fe en su andar cadencioso y grave,
en el ritmo de sus poderosas piernas forradas en paño azul marino.
Sus luchas, sus amores, sus duelos antiguos, sus inefables ojos, el golpe certero de sus enormes guantes,
son el motivo de este poema.
Alabemos hasta el fin de su vida la doctrina que brota de sus labios ungidos por la ciencia de fecundas maldiciones.
II
Los rebaños con los ojos irritados por las continuas lluvias, se refugiaron en bosques de amargas hojas.
La ciudad supo de este viaje y adivinó temerosa las consecuencias que traería un insensato designio del guardián de sus calles y plazas.
En los prostíbulos, las caras de los santos iluminadas con humildes velas de sebo, bailaban entre un humo fétido que invadía los aposentos interiores.
No hay fábula en esto que se narra.
La fábula vino después con su pasión de batalla y el brillo vespertino del acero.
“En la muerte descansaré como en el trono de un monarca milenario.”
Esto escribió con su sable en el polvo de la plaza. Los rebaños borraron las letras con sus pezuñas, pero ya el grito circulaba por toda la ciudad.
El mar llenó sus botas de algas y verdes fucos,
la arena salinosa oxidó sus espuelas,
el viento de la mañana empapó su rizada cabellera con la espuma recogida en la extensión del océano.
Solitario,
esperaba el paso de los años que derrumbarían su fe,
el tiempo bárbaro en que su gloria había de comentarse en los hoteles.
Entre la lluvia se destacaría su silueta y las brillantes hojas de los plátanos se iluminan con la hoguera que consume su historia.
El templado parche de los tambores arroja la perla que prolonga su ruido en las cañadas y en el alto y vasto cielo de los campos.
Todo esto —su espera en el mar, la profecía de su prestigio y el fin de su generoso destino— sucedió antes de la feria.
Una mujer desnuda, enloqueció a los mercaderes…
Este será el motivo de otro relato. Un relato de las Tierras Bajas.
III
Bajo la verde y nutrida cúpula de un cafeto y sobre el húmedo piso acolchado de insectos, supo de las delicias de un amor brindado por una mujer de las Tierras Bajas.
Una lavandera a quien amó después en amargo silencio, cuando ya había olvidado su nombre.
Sentado en las graderías del museo, con el morrión entre las piernas, bajó hasta sus entrañas la angustia de las horas perdidas y con súbito ademán rechazó aquel recuerdo que quería conservar intacto para las horas de prueba.
Para las difíciles horas que agotan con la espera de un tiempo que restituya el hollín de la refriega.
Entretanto era menester custodiar la reputación de las reinas.
Un enorme cangrejo salió de la fuente para predicar una doctrina de piedad hacia las mujeres que orinaron sobre su caparazón charolado. Nadie le prestó atención y los muchachos del pueblo lo crucificaron por la tarde en la puerta de una taberna.
El castigo no se hizo esperar y en el remolino de miseria que barrió con todo, el húsar se confundió con el nombre de los pueblos, los árboles y las canciones que habían alabado el sacrificio.
Difícil se hace seguir sus huellas y únicamente en algunas estaciones suburbanas se conserva indeleble su recuerdo:
la fina piel de nutria que lo resguardaba de la escarcha en la víspera de las grandes batallas
y el humillado golpe de sus tacones en el enlosado de viejas catedrales.
¡Cantemos la Corona de Hierro que oprime sus sienes y el ungüento que corre por sus caderas para siempre inmóviles!
IV
Vino la plaga.
Sus arreos fueron hallados en la pieza de una posada.
Más adelante, a la orilla de una carretera, estaba el morrión comido por las hormigas.
Después se descubrieron más rastros de sus pasos:
Arlequines de tiza y siempreviva,
ojos rapaces y pálida garganta.
El mosto del centenario vino que se encharca en las bodegas.
El poderío de su brazo y su sombra de bronce.
El vitral que relata sus amores y rememora su última batalla, se oscurece día a día con el humo de las lámparas que alimenta un aceite maligno.
Como el grito de una sirena que anuncia a los barcos un cardumen de peces escarlata, así el lamento de la que más lo amara,
la que dejó su casa a cambio de dormir con su sable bajo la almohada y besar su tenso vientre de soldado.
Como se extienden o aflojan las velas de un navío, como al amanecer despega la niebla que cobija los aeródromos, como la travesía de un hombre descalzo por entre un bosque en silencio, así se difundió la noticia de su muerte,
el dolor de sus heridas abiertas al sol de la tarde, sin pestilencia, pero con la notoria máscara de un espontáneo desleimiento.
Y no cabe la verdad en esto que se relata. No queda en las palabras todo el ebrio tumbo de su vida, el paso sonoro de sus mejores días que motivaron el canto, su figura ejemplar, sus pecados como valiosas monedas, sus armas eficaces y hermosas.
Foto de:Erwin Olaf
Audios del Autor:http://www.palabravirtual.com/index.php?ir=critz.php&wid=180&show=poemas&p=Alvaro%20Mutis
Bandera de ahorcados, contraseña de barriles, capitana del desespero, bedel de sodomía, oscura sandalia que al caer la tarde llega hasta mi hamaca.
Es entonces cuando el miedo hace su entrada.
Paso a paso la noche va enfriando los tejados de cinc, las cascadas, las correas de las máquinas, los fondos agrios de miel empobrecida.
Todo, en fin, queda bajo su astuto dominio. Hasta la terraza sube el olor marchito del día.
Enorme pluma que se evade y visita otras comarcas.
El frío recorre los más recónditos aposentos.
El miedo inicia su danza. Se oye el lejano y manso zumbido de las lámparas de arco, ronroneo de planetas.
Un dios olvidado mira crecer la hierba.
El sentido de algunos recuerdos que me invaden, se me escapa dolorosamente: playas de tibia ceniza, vastos aeródromos a la madrugada, despedidas interminables.
La sombra levanta ebrias columnas de pavor. Se inquietan los písamos.
Sólo entiendo algunas voces.
La del ahorcado de Cocora, la del anciano minero que murió de hambre en la playa cubierto inexplicablemente por brillantes hojas de plátano; la de los huesos de mujer hallados en la cañada de La Osa; la del fantasma que vive en el horno del trapiche.
Me sigue una columna de humo, árbol espeso de ardientes raíces.
Vivo ciudades solitarias en donde los sapos mueren de sed.
Me inicio en misterios sencillos elaborados con palabras transparentes.
Y giro eternamente alrededor del difunto capitán de cabellos de acero. Mías son todas estas regiones, mías son las agotadas familias del sueño. De la casa de los hombres no sale una voz de ayuda que alivie el dolor de todos mis partidarios.
Su dolor diseminado como el espeso aroma de los zapotes maduros.
El despertar viene de repente y sin sentido. El miedo se desliza vertiginosamente para tornar luego con nuevas y abrumadoras energías.
La vida sufrida a sorbos; amargos tragos que lastiman hondamente, nos toma de nuevo por sorpresa.
La mañana se llena de voces:
voces que vienen de los trenes
de los buses de colegio
de los tranvías de barriada
de las tibias frazadas tendidas al sol
de las goletas
de los triciclos
de los muñequeros de vírgenes infames
del cuarto piso de los seminarios
de los parques públicos
de algunas piezas de pensión
y de otras muchas moradas diurnas del miedo.
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